Mi padre de niño.
UN
PEQUEÑO RELATO DEL PASADO (1995)
Dedicado
a mi padre
Alumbrar. Un estado de desconcentración
del alma. Recreo del espíritu. Donde la noche no pasa hay sueños perdidos, hay
flacas manos calvas y un lazo alrededor del cuello de la claridad.
Se abre una puerta. Un hombre bebe junto
a la estufa, entre las llamas de una rendija oscura; algo le sucede al hombre
apoyado lejos de su centro, dentro de su alma. Algo, de lo que un rostro no es
menos sabio.
Afuera los autos. La ciudad.
El frío.
—Señor... tengo algo que decirle, lo
conozco de alguna parte. ¿No es usted mi hijo? —No contestó. El cochero pareció
entender pero quedó en silencio.
—¡No me mirés así! Esto es serio. Busco
a alguien igual a vos. Tiene los ojos tristes de esperarme.
Mientras lo decía comenzó a llorar. De
sus manos colgaban los despedazados trozos de luz. Un reloj detenido en la
muñeca temblorosa. El impecable saco azul. Oculta luz bajo unos cuantos
mechones de cabello húmedo en la fría noche.
Otra vez iba a llorar, pero se contuvo y
extrajo un pedazo de papel mediodestruído, que envolvía una pequeña fotografía
del cochero. El rostro era el mismo, aunque más viejo; bajo sus ojos el tiempo
había dibujado sombras de la espera, lo mismo que en los labios y sin embargo
la expresión y el gesto no habían cambiado.
Todavía temblando le puso la fotografía
en la mano. El otro la miró. Ambos se miraron.
—No puedo ser yo —le dijo.
—Quién lo dice sin temor. Nadie sabe
quiénes somos.
Hubo un silencio, sus manos temblaron
durante un instante y el hombre apoyado lejos de su centro bebió frente a las
llamas. El aire silbó. Entre lo que apretaba el vaso con las manos distantes y
lo que a su vez sucedía en esa misma calle hubo un helado corte de imágenes. La
puerta se cerró tras los anteojos del hombre abrazado a su última botella, todo
se modificó esencialmente en ese mismo aire, mientras apretaba las manos en el
frío bulevar frente a su hijo.
—En donde la noche no pasa, hay siempre
sueños perdidos, quiero llevar uno a donde voy.
—¿Pero dónde? ¿Dónde?
Los
fantasmas atravesaron los sueños unidos y despedazados de ambos y aquel que con
dolor se había desprendido de la fotografía y la miraba celosamente se sostuvo
contra la puerta del automóvil del cochero, su hijo, quien había preguntado.
Comenzaba a llover, una delgada silueta se dibujó en el fondo de la calle,
sobre el suelo mojado se reflejaban los rasgos de unos brazos puntiagudos bajo
un sobretodo negro.
—¿Lo ves?» —Dijo sin contestar.
—Sí, podría ser un fantasma. A veces
levantan la mano en el fondo de un callejón, a la orilla de una esquina. No me
arrimo a recogerlos. La mayoría de las veces desaparecen antes de detener el
coche ¿Pero usted?
—Soy tu padre. He venido a verte por
última vez, la distancia ha cobrado su verdadera dimensión, las imágenes han
vuelto a alumbrarnos desde la ahorcada claridad de los años, la primera y
última vez de una vida, no es tarde, estoy recordándote en mi lecho de muerte.
El cochero miró la fotografía entre los
dedos. Aquel se le parecía. En sus ojos se advertía la tristeza de los que no
duermen por la noche.
—No te conozco. Ni siquiera te he visto
por primera vez... —Oyó las palabras caer dentro de sus pensamientos, no como
si las oyera, sino como si recordara o quisiera recordar.
—Es lo que dura un sueño. A veces, la
primera es la última vez de una vida. Donde nos doblamos allí encontramos el
mapa o la llave de una puerta que desconocemos, pero detrás de la cual está sin
embargo nuestra razón...
—Pero, ¿hacia dónde irás? —Preguntó el
cochero.
—Hacia donde la noche no pasa; entonces,
no quiero buscar allí como esos otros. ¿Lo ves? —Dijo el padre, y señaló al
fondo del bulevar. Los largos y puntiagudos brazos de la aparición escarbaban
entre los desperdicios, debajo de las puertas, por las grietas de las ventanas,
yendo y viniendo en el fondo de la calle.
—Debe ser algo difícil lo que busca.
Pero no hay nada, ha entrado en la noche sin fin ¡No dejés que busque como él!
Después de todo, es lo menos que un hijo puede hacer.
—¿Hacer por quién? Es cierto que éste se
me parece, pero ¡si hasta es más viejo!
—Se envejece de esperar. Se vuelve uno
su padre —las palabras iban saliendo de la vieja boca del hombre—; si se espera
mucho sin saber son nuestras imágenes las que sufren, en otra parte, hasta que
uno las encuentra y vuelve a ser quien no ha sido. A la luz del fuego que
atraviesa la puerta de la sala donde un hombre que bebe se deja morir es donde
nos vemos. Entonces el uno envejece la espera no conocida y el otro parte para
siempre.
—¿Que se lleva él, el otro?
—El sueño que no ha de buscar
inútilmente en la noche que no pasa. La piedra con la que ha de romper el
silencio de un viaje al que no se lleva más que lo que inútilmente se ha dejado
en los rostros, en los otros y también en el vacío.
—¡Palabras! —Dijo el cochero. La lluvia
había mojado las mejillas de los hombres parados el uno frente al otro. Junto a
la rueda del automóvil vio el hijo un charco de agua, se inclinó y miró
reflejado en el pavimento. Eran evidentes las arrugas, las bolsas de los ojos.
—¿Qué me has hecho? —le dijo al padre, y
éste le miró con tristeza. Recogió la fotografía, la frotó contra la manga y
después dijo:
—¿Lo ves? Te pareces ahora desde lo más
hondo. Un hombre está muriendo allá, donde también me buscas y consigues
alumbrarme junto a la estufa. Pero cómo podrías saberlo. Cómo sin mirarme por
una vez.
En la sala está sólo él. El fuego arde
aún, en la calle el frío. Algo sucede en el rostro del hombre apoyado lejos de
su centro, algo dentro de su alma, pero de lo que un rostro dice reflejado en
el pavimento allá afuera. El hombre toma el vaso y sirve el último sorbo de la
botella.
Alumbrar, un lazo alrededor del cuello de
la claridad, un nudo de ahorcado y una ahorcada palabra entre líneas:
—Pero... ¡Padre! ¿Por qué vuelves ahora
por primera vez? Ahora que te vas hacia donde la noche no pasa, como no ha de
pasar ésta ¿y por qué no te he visto o soñado antes en ella?
—Es el precio de saber quiénes somos —dijo
el padre y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Tomó el padre entre las suyas las manos
del hijo. Las abrazó con los dedos de quien ha buscado una eternidad; aún
cuando no ha encontrado más que un instante parece feliz de llorar en la noche
que está a punto de terminar.
—Cuando la primera es la última vez de
una vida —se dice— no es la noche quien termina.
—Pero... padre, ¿por qué vuelves ahora
por primera vez?. Voy hacia donde no te conozco. Es también para mí esta una
noche sin fin.
En la sala está sólo él. El fuego acaba
sobre sí mismo. Afuera amanece. Nada sucede ya en el rostro del hombre muerto
sobre su centro. Una botella ha rodado lejos del sillón. Por la calle deambula
un cochero solo con su foto en la mano.
Adrián Campillay (1995)